jueves, 3 de noviembre de 2011

La Envidia

La virtud del desdichado nace de los apócrifos latidos del corazón mascullado por las heridas del alma. Sin saber bien el porqué  los aventurados circenses que en una esquina ejercen su oficio de mendigos, alaban sin saberlo la devota hermandad de la envidia. Palabra sucia en sí misma que sólo de nombrarla hace al villano, villano y al necio, necio. Si buscamos en la totalidad del hemisferio norte de nuestra conciencia hallaremos una razón más que suficiente para envidiar a algo, o alguien. Muchos hablan de una envidia sana. Cuanto mal desatan, puesto que envidia, etimológicamente de ‘in’ y ‘videre’ (poner los ojos sobre algo) muestra el desprecio que alguien puede sentir por algo a lo que desea. La envidia sana es admiración quizás, pero envida al fin y al cabo.



Si la sinergia hombre y animal estuvieran caracterizadas por algo, el factor clave sería la envidia. Muchos poseen aberrantes conceptos sobre el materialismo, pero no se confundan, tras pieles de cordero y de beduino despeñado, se muestra la peor cara oculta que un diminuto primate gruñón pueda desdeñar. Si atendiéramos palabras de Diógenes Laercio, nos ofrecería que la envidia es causada por ver a otro gozar de lo que deseamos; los celos, por ver a otro poseer lo que quisiéramos poseer nosotros. Se añade una nueva palabra que va estrechamente ligada a la envidia: celos. Los celos  no son sólo puñales que se clavan, como dijera aquél, sino un sinfín de resquemores internos que se derivan de conciencias manchadas por la negrura que pudre el alma.

De envidia y de envidiosos está el mundo lleno, hasta ahí todo claro. Pero el que nace con el dudoso don de la envidia ese no se salva de la quema más angosta del fausto báratro. Nadie puede consolarlo, nadie puede salvarlo. Quizás son muchos los ansiados de poder que en un arrebato de miserable y cicatera envidia arrastra cual caballo evocado su arrogante personalidad. El problema llega cuando, casi sin quererlo, desata el hastío y la consideración banal del resto de las mentes que se engendran en una desazón de pulcritud y respeto absoluto. La envidia no repara en buenas intenciones, sólo hace daño. Daño para al que va destinada esas cargas de conciencia y daño para el que la lleva por bandera tatuada en la frente, que sólo le produce sequedad, vacío y absoluta miseria. Nunca termina bien una aventura guiada por la envidia. La envidia vacía de sentimientos al que la posee y sólo siente en sus carnes ese gusano moribundo que le come las entrañas por no saber mirarse para adentro. ¿Por qué se inventó la envidia? Amigo mío, muchos quisieran saber quién fue el engendrador de tal característica para, por envidia, arrebatarle la vida. Todos sentimos envidia, pero una envidia pasajera, como nubes en el cielo de un Martes Santo. Pero el que realmente la lleva como amuleto que tenga en cuenta que quien escupe hacia arriba…

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