Aquí os dejo una historia que escribí hace algunos años en el Trafalgar Información y hoy me ha dado por recordarla.
Cuando caían las cuerdas de la
mano de su verdugo y todo quedaba atrás, le dio por pensar en aquella noche silenciosa,
verano sediento de demonios, pasiones cuajadas en llamas... Calle abajo
caminaba ella, figura sinuosa, altura igual que a la que llega un niño al
saltar para coger un caramelo de la estantería, pelo largo que caía como un manantial
de agua pura y acababa en la parte rocosa que comprendía aquel riachuelo;
hombros huesudos y visibles al descubrirse con una transparente camisa de seda
blanquecina.
Ya despuntaba el perfil de su boca, suave lineal, propia del más
prestigioso pintor, obra del más preciado escultor. Al menos, eso creía. El
recorrido fue corto, pero las ranuras de aquella vieja persiana de plástico,
del color del nácar, fue suficiente cámara para tal diamante, verdes ojos,
suspiros completos. Todavía no le conocía y ya suplicaba por ella; parecía
decimonónica y con una pasión por delante. Una tarde en la playa, recordó por
un instante aquellos labios, besó a una hermosa joven que le acompañaba. Pero
su desengaño fu tal, que no pudo contener su tristeza y salió corriendo
pensando en aquella niña que ni le miró al pasar.
Comprando
rosas en el mercado, descubrió tras una cortina de amapolas, al igual que
aquella noche, que ella también compraba flores, esta vez, aunque le ignoraba
por completo, para un familiar que cumplía años. Pero entre el olor a rosas y
verano ardiente, no tuvo más remedio que recomendarle –a ti te viene mejor los
gladiolos- y ella algo asustada, con el corazón a cien, porque algo sucedía,
algo que no se lo esperaba, ni se lo esperaría jamás. Su amor platónico le
había hablado. -Es verdad, gracias- con una voz entrecortada no tuvo más
remedio que contestarle. Sabían las flores que esa sería la primera piedra de
un gran castillo y, como por arte de magia, o por culpa del caprichoso levante,
cayeron pétalos de violeta en los cabellos de ambas partes.
Y fue, de este
modo, cuando la parla se desató. Al cobijo de un cañizo de un chiringuito
en Caños de Meca, donde la bruma
contagiaba a un aire de humo con acentos moriscos, charlaban, bromeaban,
mientras que el hielo se consumía rápidamente en sus vasos, cargado uno de
whisky escocés con cola, como tomaba siempre, aunque esta vez el barman se pasó
con la botella, acompañada de un dulcísimo sabor que le contrastaba el gajo de limón
cortado, colocado al filo del vaso de tubo; y para ella, un Malibú dulzón que al tomar cada trago le ardía la
garganta, aunque no supo muy bien por lo que era, si el alcohol o por culpa de
quien tenía enfrente.
El piso quedaba cerca de la
playa, fue fácil por tanto acompañarla al filo de las seis y cuarto de la
madrugada a su casa. Bromas, risas, vueltas de cabezas y un beso que llegó
hasta el corazón de cada mejilla, que no dudó en poner la otra. Las llaves al
suelo, acercando posturas, abrazos a hurtadillas y besos en la casapuerta, como
aquellos ‘simulacros’ de cuando eran niños, pero que distinto era todo aquello
ahora. -Entremos- con un nerviosismo
interno que se le escapó. En ese momento los nervios, la vergüenza, el esconderse
para que no fueran descubiertos sus deseos, pasaban a un segundo plano, como si
cambiara todo de repente al cruzar aquella puerta de madera.
Quizás la calle y
su mundo se contrastaba con la soledad de una alcoba, a la que, por cierto, no
tardaron mucho en llegar, sin luz, simplemente un rayo que se quería colar por aquella ventana
de una luna celosísima. Esa noche de infierno sería para dos, y dos en una
misma cama. El ventilador, arriba, giraba unas aspas sigilosas como queriendo
ser partícipe del ritmo que se cortejaría en breve. Eran dos flores a punto de
entregarse.
Misericordiosos labios, que no
conocían hombre alguno, ni tampoco lo quería, ella sonrió y siguieron
besándose. La noche fue cayendo.
Tras varias noches repitiendo y
cinco años deleitándose, ella decidió que las cosas debían cambiar y el peso de
la responsabilidad cayó sobre sus propios hombros, y cuando volvió de sus
trabajo cansada de tanto escribir y sellar cartas de los sindicatos, con una cabeza jaquecosa causa de su temprana
venida, descubrió con lágrimas en los ojos que otra luna ocupaba su cama, pero
no era luna, sino sol.
Lágrimas derramadas, aquellas
noches entrecortadas, esa vieja persiana por donde le miraba, esos ojos verdes
en el mercado, las rosas, la arena de Las Beatillas... nada fue suficiente para
que su amor perdurara. El cuchillo fue su principal aliado y las sangrientas
venas, fueron sus mejores compañeras, mientras de fondo escuchaba los versos de
amor que siempre le había recitado aquel gemido transformado en poesía. No pudo
aguantar más.
Cayeron por fin las cuerdas de
su desdichado verdugo, y caminando hacia el hospital, su nublada vista quebró y
no tuvo más remedio que suspirar por los ojos verdes y los labios suaves de
aquella joven de diecinueve años que hoy, ya mujer, al mundo le desterró con un
engaño. Quizás viva soñando con los suaves labios en otro rincón de su sueño, recordando
el momento que se arrullaban aquellas las rosas de verano.
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